“El que va conmigo y yo”, y allí estuvieron todos.Juan Carlos Romero nos abrió las puertas, y los devotos que asistíamos a ese gesto de generosidad e intimidad, nos pusimos en sus manos.
Unas manos integradas en una guitarra donde los silencios también formaban parte de la música. Sutileza para la fuerza creativa e interpretativa del maestro, que actualmente, se encuentra al frente del Instituto Internacional de Guitarra Flamenca Manolo Sanlúcar. El maestro, siempre presente, en la palabra y en falsetas, alzapúas y contratiempos de Romero que estuvo acompañado de Álvaro Moreno, como segunda guitarra; el cante de Marina Heredia, Carmen Molina y Juan de Mairena, la percusión de Tino di Geraldo; las palmas y coros de Los Mellis; y la instrumentación del Trío Arbós (Juan Carlos Garvayo al piano, Ferdinando Trematore al violín y José Miguel Gómez al violonchelo).
Sobre el pie de micro, un pañuelo de la madre de Romero “ella tenía el disolvente para todos los problemas: la alegría” a la que dedicó “con todo el cariño, como es normal” un ramillete de seis cuerdas de agradecimiento. “Ausencias” acompañó al recuerdo de Manolo Sanlúcar, siempre presente; y fandangos de Huelva en honor al maestro Paco de Lucía, que como el propio Romero recordó, siempre tuvo presente el flamenco onubense “Si Camarón tenía fandangos en algunos de sus discos, fue por Paco de Lucía, por su padre”
Todo fue un regalo. Un presente a los sentidos. Una caricia al alma.
La soleá de Marina Heredia “buena artista y buena compañera” quiso apuntar el maestro; vino envuelto en el lazo del cariño y la sutileza. Las voces de Molina y Juan de Mairena acompañaban, apuntalaban y nunca robaron protagonismo al ambiente creado por las primas y bordones de Romero. “La garantía rítmica” de Los Mellis, incuestionables; y Trío Arbós, de los que ya me considero admiradora y devota.
“El que va conmigo y yo” es una de las joyas valiosas de este alhajero en el que se ha convertido La Bienal.
El Espacio Turina ayudó al encuentro íntimo con todas las almas que conforman Juan Carlos Romero, y mereció estar completo. Esas, pocas butacas vacías, no se entendieron como desafecto, es más, la que les escribe las miraba con pena por los que no asistieron. Por los que perdieron ese encuentro íntimo con el maestro, por los que se quedaron sin conocer y saborear lo singular y plural de su música. No fueron las butacas las que quedaron vacías, sino ellos, los ausentes.